19/52 Regalar un Poni

Idalia Sautto
6 min readMay 10, 2020

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10 de mayo, un día para recordar.

Hace cuatro años llegaba a Varsovia en un tren. Uno de esos trenes que tienen opción para dormir o para ir sentado. Mi boleto era de tercera, así que compartía el camarote con R., mi amigo de la infancia que volví a ver en Berlín, no teníamos cama pero asientos suficientes para estirar las piernas. Él durmió casi todas las horas del camino, yo iba pendiente del paisaje, emocionada de observar el verde tan intenso que tienen los árboles cuando vuelven a nacer en primavera. Para comer teníamos que caminar al salón comedor y en las ventanas había unos stickers pegados, todo era muy moderno pero retro a la vez. R. me invitaba la mayoría de las veces el almuerzo, no sé bien por qué lo hacía, supongo que era como una manera de cuidarme, y en ese viaje me cuidó bastante. Recuerdo la sonrisa de R., recuerdo el mantel del vagón comedor, recuerdo el sonido de la puerta del baño del tren, del aire entrando por los lados y del vacío al cerrarla.

A R. no le sorprendía nada de lo que vivíamos abordo del tren. Que llegaran los oficiales a pedirnos nuestros pasarportes y que cruzáramos la frontera a 300 km por hora eran situaciones que había vivido muchas veces.

Cuando le contaba las cosas que me molestaban o que me angustiaban tenía respuestas precisas para todo, y casi todo se resumía en “vive y deja vivir”. R. estaba concentrado en estudiar y en trabajar. Toda su vida se la había resuelto su padre y por primera vez tomaba la decisión de hacer algo diferente, de no recibir la herencia de un negocio, de hacer otra cosa de su vida. Cuando le conté que estaría viviendo un tiempo en Berlín me propuso que hiciéramos un viaje. De todo Europa quedaban pocas ciudades que no conocía, una de ellas era Varsovia. En parte por este motivo hicimos ese viaje a Polonia. Recorrimos muchas emociones juntos, todas bellas y escalofriantes a la vez. R. es diametralmente diferente a mí, y en esa diferencia nos supimos acompañar. Sentía que era algo extraordinario poder encontrarnos tantos años después y compartir ese momentos juntos. Y lo era, no sabía cuándo volveríamos a vernos, él sigue viviendo en Colonia y yo sigo viviendo en México.

Nunca realmente sabes qué te ha enseñado un viaje hasta que algo diferente se revela. El otro día jugando Maratón con mi hermana me di cuenta que tenía muchas respuestas empíricas porque había vivido eso en un viaje. Sabía el nombre de la moneda en India porque había tenido que contar las rupias en la palma de su mano. Sabía la diferencia entre el mar Negro y el Caspio porque conocía uno y otro no. Yo recuerdo Varsovia como un viaje en donde la amistad dura lo que dura ese viaje. Y todo se pone en juego y después hay una despedida y un largo largo silencio.

Desde que llegamos rentamos un par de bicis. Y así nos movimos, sin importar un rumbo fijo, sólo ir, por este motivo fue muy fácil salir de la zona turística. Recuerdo el sabor amargo del té y recuerdo la lluvia que caía sobre nosotros cruzando un puente hacia la ciudad. Recuerdo un río por donde no pasaba nadie, y no había negocios y de cualquier manera nos metimos para investigar qué existía al final de ese camino. No había nada, regresamos cansados y decepcionados. Al día siguiente fijamos otra ruta, y al siguiente igual.

Y aunque fuera un viaje corto, sólo nos teníamos el uno para el otro y eso era raro y extraño pero también cómodo, compartíamos recuerdos de la infancia y todos esos años que no supimos uno del otro. Me contaba de sus aventuras y yo de las mías. Le pedí que hiciéramos una lista en Spotify. Pero no entendía muy bien para qué o por qué. Así podremos compartir las canciones que estamos escuchando, le dije. R. que nunca había jugado a hacer listas en Spotify, jugó el juego. Elegimos 6 canciones.

Era 10 de mayo y R. me contó que el siguiente año festejaría con su mamá porque estaría de visita. Y me dio un consejo: “Si tienes que hacer un viaje con tu madre debes llevarla a Brujas, porque ahí todo es como un cuento de hadas”. Ese 10 de mayo comimos salmón y pasta. Anduvimos mucho rato en la calle. Es interesante descifrar la textura de las calles andando en bici, así llegamos a un museo a las afueras de la ciudad. Era un museo de letreros de neón que rescataron de los escombros y de la basura en general. Algunos muy viejos, otros de los cincuenta, pero de alguna manera podías leer la vida de la ciudad sólo por sus letreros. Varsovia fue de las ciudades que la segunda guerra mundial destruyó por completo. Y como sucede con casi toda Europa, la herida está en todos los folletos turísticos.

Hace un par de meses el señor Jorge me compartió un pdf de relatos que había escrito y publicado, el pdf en realidad es un libro que existe en papel pero que dadas las circunstancias pandémicas ahora es posible leer en pdf.

Ahí escribió: no hay dolores imprecisos: ocurren en una mano, entre dos discos de la columna o en un trozo de algodón que se separa de una herida. Pueden aparecer en una foto vieja, en una carcajada histérica que nace de un hueco distinto a los pulmones. Pero siempre se presentan con la precisión de un halcón de caza. El lenguaje del dolor, en su perfección, no admite ambigüedades.

El libro se llama Poni. Y es un libro que se puede releer en muchos momentos, es tierno y agriduce. ¿Por qué se llama Poni? Porque es un libro dedicado a su hija, a su hija cuando era una niña, y en palabras de él, un padre siempre debe regalar un poni a su hija, no importa si es una metáfora del poni.

Con mi madre he viajado muchas veces. Es una buena acompañante si va sola, me refiero a si sólo somos ella y yo. Es mala acompañante si hay más personas involucradas, si las decisiones se tienen que poner en diálogo. Pero en un tête à tête es de mis personas favoritas para viajar. Puede pasar horas caminando en una playa sin quejarse, podemos platicar de cualquier cosa y comer lo que sea que nos encontremos. No había notado lo mucho que extraño poder hacer un viaje con ella. Y hasta hace poco habíamos planeado hacer uno. Quizá deba quedar por escrito que ese viaje tiene que ser a Brujas, y que además del Poni, puedo regalarle estas palabras.

Al final, aprendí a viajar por ella. Aprendí a tomar decisiones cuando se viaja. Aprendí que nada en el viaje se debe dar por sentado. Si me quedé despierta todo el trayecto en el tren de ida y vuelta fue porque ella me enseñó a disfrutar esos momentos. Cuando recuerdo ese viaje en tren siento como si no hubiera sido yo la viajera. Y puede que sea cierto, somos otros cuando viajamos. Por eso también somos otras cuando compartimos el viaje.

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