3/52 obituario
Cuando era niña conocí a Sergio. Él era un hombre tan mayor como mi abuela, mi mamá Yuyes. Ir a su casa era aburrido. Había que subir muchas escaleras y él sentía bastante repulsión por los niños, niñas, o por la especie humana en general, y fue de los primeros adultos que me imponía mucho su caracter y su presencia, tanto que lograba el autocontrol de mí misma en todo momento; aprendí a comportarme, al menos en esa casa, frente a ese señor. Y lo hacía muy bien. Me convertía en un pequeño soldadito cada que iba de visita y se me recompensaba con chocolates y con comer helado en la cocina mientras mis papás y mi mamá Yuyes se quedaban en la sala conversando con Sergio cosas de adultos.
La casa de Sergio no era una casa en la que pudieran habitar niños y eso me gustaba mucho. Cuando mi mamá Yuyes venía de visita siempre decidía quedarse con él. Tenía una perrita labrador gorda a la que le daba ferrero rocher, tenía gatos y plantas y muchos cuadros en las paredes. Es muy probable que esa sea la primera vez que entró en mi imaginario toda esta combinación de elementos.
Aurelia era su ama de llaves y era una mujer amabilísima conmigo, se encargaba de cuidarme cuando estaba de visita. Ella fue la que me llevó a conocer la biblioteca. La biblioteca era un cuarto con doble altura y chimenea, estaba en la misma casa pero separada, había que salir y bajar unas escaleras y volver a entrar, de piso a techo, sólo habitaban los libros, y en medio de todo estaba un sofá y un escritorio. La casa estaba enclavada en un cerro en el desierto de los leones, y como todas las casas que se adaptan a las pendientes, era de muchos desniveles y se subían escaleras por fuera y por dentro. La casa tenía un nombre, no lo recuerdo, pero que evocaba algún verso de Sor Juana Inés. Sor Juana era objeto de estudio de Sergio, los eruditos lo llamaban o llaman “sorjuanistas”.
Mi mamá Yuyes lo conoció a través de una pintora que era su amiga, Martha Chapa, y en algún momento los tres eran muy “cercanos” porque mi abuela les leía el tarot. Sergio era ese tipo de amigo que se roba los deseos de los otros, era como un vampiro con todo lo que hacía, decía, creía, inventaba, mi mamá Yuyes, incluso figura como un personaje dentro de una novela que Sergio escribió. Si ella leía las cartas él lo haría también pero con voracidad extrema. Si mi abuela quería ir a Venecia, él pasaba el verano entero allá. Si ella quería un cuadro de Martha, él compraba cinco para su casa en Valle. Recuerdo que mi mamá Yuyes un día se quedó de verdad asombrada de la cantidad de tarots que Sergio comenzó a coleccionar, mientras que ella siempre usaba su mismo mazo de cartas, viejo y anotado. Una vez le pregunté si leía bien las cartas… y me contestó palabras más o menos “sabe leerlas pero es tan manipulador que en su interpretación coloca sus propios juicios y las personas se dan cuenta”.
Como Sergio era el único escritor que conocía mi familia, a mi mamá un día se le ocurrió llevar sus cuentos para tallerearlos con él. Fue una cita pactada con meses de antelación y mi mamá estaba muy nerviosa. Ese día fue cuando murieron todos sus textos inéditos de por vida en la guillotina de sus comentarios. Mi mamá nunca más volvió a escribir. Por mucho tiempo me pareció injusto lo que hizo, después entendí que la escritura tiene que ver con resistir, con tolerar, con aceptar y con aguantar todo tipo de comentarios, superar la crítica y seguir buscando el camino que uno quiera tomar. Es difícil escribir, muy, pero hay que seguir haciéndolo, no importa quién se interponga o qué comentarios se reciban.
Sergio era muy complejo. Mi mamá Yuyes terminaba agotada de él, y lo decía, su queja era sobre la verborrea infinita que tenía y cómo exigía su atención, incluso de lejos, hablaban diario por teléfono. Hacia el final de su vida, unos dos años antes de morir, terminó peleada con él, porque era tan posesivo que quería hablar diario con ella, y que ella estuviera disponible en cualquier momento. Mi abuela cada vez estuvo menos disponible porque se enfermó y porque no le daba la gana contestar el teléfono.
Cuando murió mi mamá Yuyes, murió para mí todo ese mundo que la rodeaba, incluidas sus amistades.
Hace un par de días me encontré con un tuit de Margo Glantz:
Me cayó el veinte de que Sergio, aunque era diez años mayor que mi abuela, también había muerto para mí mucho antes de que anunciaran su muerte terrenal. ¿Quién, además de los académicos, y de ese pequeño mundito de la facultad de filosofía y letras, lamentará la muerte de Sergio?
Me asombra cómo alguien que perteneció a una generación pionera en la escritura de textos que ahora podrían resonar mucho para la comunidad LGBTTTI se disuelva en notas aisladas, en pésames que quién sabe si lo son, en una pequeña ola de tuits, no me queda la menor duda de que Sergio sobrevivió a todas sus amistades y que agotó a su última amiga con llamadas y reclamos. Su muerte me deja sorprendida, sí, pero el mundo sigue.
Hoy crucé Eje Central y vi pasar el nuevo trolebus azul. Tomé av. Hidalgo, aún no está abierta a los carros, pero pude pasar en bici: un nuevo camellón con plantas le ha cambiado el panorama. Ampliaron la banqueta que está a un costado del Franz Mayer y ahora luce limpio de puestos ambulantes. Un par de cambios tan sutiles hace que la ciudad sea otra, la renovación tiene que ver también con los que estamos vivos, y los que desaparecen sin más, ¿quedamos vivos para escribir de los muertos?, ¿para recuperar las otras historias que nos hacen tener sentido hoy?
Sergio había muerto antes de morir, “es como si hubiera muerto dos veces”. ¿Quién recuerda a los maestros viejos?