43/52 un recuerdo, una alberca, una familia

Idalia Sautto
3 min readDec 3, 2020

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Cuando mi hermana tenía seis meses de nacida tuvo su primer acercamiento a la muerte. Aunque ahora podría afirmar que somos seres para la muerte pocas veces he tenido tanta conciencia sobre mi propia finitud. Mi hermana era muy bebé, ni siquiera lo recuerda, pero yo tenía 7 años y esa época quedó registrada en mí. Una marca que es como la arruga de una vacuna en el brazo. Un viejo dolor que no se pudo sujetar de las palabras para hacer más llevadera la realidad.

La idea de la muerte nunca estuvo tan presente como ese año. Tengo el recuerdo traspapelado. No tengo el recuerdo de llorar porque mi hermana estaba enferma. Pero sí recuerdo pensar en la muerte de mi gatita Corazón. Es como si de alguna manera la defensa inmediata pusiera una muerte menos tremenda en medio. Al final la contingencia humana era algo muy ajeno a mi pequeño mundo.

El diagnóstico que tuvo Isolda fue deshidratación. ¿Por qué? No hay por qué. Pero en mi mente aunque no tenga el por qué de su deshidratación, sí hay culpables. Alguien debía tener la culpa de una hospitalización de 15 días. Quizá mi madre o mi padre. O de inmediato, yo, quizá la culpa la tenía yo. A lo mejor no cuidé lo suficiente a la hermana que me habían concedido. ¿Cómo cuidarla de algo que es tan intangible como la muerte?

¿Qué más hay en ese recuerdo? No hay tantas palabras como imágenes vagas. El presente devorando la posibilidad de morir. Eva llora, mi mamá visita el hospital, mi padre no está. Yo sentada en la mecedora de madera, observo la cuna vacía, los peluches alrededor, yo elegí cómo colocarlos, uno a lado del otro, rodeando los barrotes de madera. Una pequeña ceremonia en silencio. De peluches y de mí. Después de eso no hay más. Mi gata Corazón. Y el miedo a que ella muera.

El otro día soñé con una alberca grande al aire libre, una alberca olímpica como la de CU. Mi madre se metía a nadar. Detrás yo. No me daba cuenta que la alberca estaba sucia, el agua grumosa, gris, y flotando cerca de mí, pedazos de cuerpos. Muslos, piernas, brazos, cuerpos desmembrados, sin identidad. El agua podrida en el que nadaba me generaba asco y miedo. Sabía que debía de llegar a la otra orilla, pero sin sumergir mi cabeza, si me metía por completo moriría. Mi madre nadaba a sus anchas. Yo solo quería llegar del otro lado. Lograba salir. Una vez fuera me ordenaba alejarme de ahí. Me lo ordenaba alguien más, pero Abril dice que en el sueño yo soy todos los personajes. Así que me ordeno salir. De inmediato aléjate de aquí. Y entonces por fin despierto. Me doy cuenta que estoy más sorprendida que aterrorizada. Me sorprende la osadía de cruzar nadando de pecho, o sea, el estilo más lento y sin aspavientos, para salvarme. Aliviada de vencer esa alberca llena de muertos. Con la certeza de que hoy es momento de verlos desde fuera sin necesidad de ahogarme en ellos.

¿Y la deshidratación? Quizá el imperativo de mi hermana fue no estar en el agua familiar, las aguas de cargar con muertos. Decidió reciclarse desde temprano, entonces sobrevivió. Es una posibilidad. Lo cierto es que la siento muchas veces más fuerte que yo, con más seguridades y resoluciones que las mías. Dejó esa alberca que soñé hace tiempo. Aunque en mi memoria siempre sea mi responsabilidad cargarla, protegerla, amarla.

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