45/52 llorar

Idalia Sautto
4 min readDec 6, 2021

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La semana pasada mientras comíamos en la tía, una pequeña niña de unos tres años de edad lloraba y gritaba con todo lo que daban sus pulmones. Era un berrinche a todas luces. Mariano y yo permanecimos callados, y luego me dijo que su tía le había contado una vez que se quedó con ella en Liverpool y él no paraba de llorar, tenía que tomar aire para seguir gritando, pasó mucho tiempo de esa manera y tenía azorrillados a todos con tanto grito y llanto. Me contó que pasó lo mismo cuando entró a preprimaria, lloró muchísimo, aunque el lugar era familiar no importó estar cerca de la casa de su abuela.

Me quedé pensando en que yo nunca lloré para ir a la escuela o la preprimaria que fue el Montesori. ¿Cuántos años tenías cuando entraste al Montesori? Me preguntó Mariano. 6 meses, respondí. Entonces hizo esa mueca de risa contenida. Qué absurdo… sí, me di cuenta que no tengo un recuerdo preciso de mi entrada al jardín de niños porque basicamente nací en el Montesori. Si lloré ni me acuerdo.

Tengo la teoría de que mi primera amiga, Georgina, con quien me llevo todavía, fue mi amiga solo por intuición, porque algo de nuestro aroma nos gustaba, ¿qué nos pudo llevar a ser amigas sino es una cuestión carnal? Fuimos amigas antes de que incluso pudiéramos poner en juego el lenguaje.

Pensé en los 4 años que tenía Mariano al ingresar a una escuela y en la edad sin recuerdos que tenía yo cuando comencé a ir a un lugar a crecer, aprender del mundo, estar con otras personas que no fueran mi madre. En la diferencia de subjetividades que se configuran en esos años. ¿Un motivo menos para llorar?

Ayer comencé a ver una película de Christopher Nolan que salió el año pasado: Tenet. En algún momento de la película un personaje dice más o menos lo siguiente:

—¿Es posible comunicarnos con el futuro?

—Nos comunicamos siempre con el futuro… dejamos rastros todo el tiempo: e-mails, mensajes de texto. La pregunta es si el futuro puede respondernos.

Hace un año durante el semáforo rojo en la ciudad de México, visité en auto la casa que era de mi abuela en la Portales, a la calle de Cascada, me estacioné enfrente, me quedé un rato ahí, solo viendo la calle y la casa. La puerta estaba cerrada. Pero había una luz prendida en el segundo piso. Después de unos minutos me fui.

Pienso en esa arquitectura que prevalece por siglos y siglos, y no importa que ya no estemos en relación con ese edificio o con esa casa. Dejé de habitar ese lugar hace 21 años y aún me llama la atención el brillo de los azulejos con la que fue recubierta. Algunos se han caído y son como pequeños hoyos de oscuridad en la noche. El alumbrado público de esa calle es una luz amarilla, y contrasta con la atmósfera a la que estoy acostumbrada en la Tabacalera, que tiene luz blanca.

De vuelta a la niña que no podía controlar su llanto y sus gritos. También recuerdo que estas situaciones me exasperaban mucho hace varios años y que esta vez fui empática con su dolor. ¿Cuánto sufre unx cuando es un niñx? Recuerdo el rostro de mi abuela apretando sus labios con el dedo índice para que me callara. Su gesto me muteaba de inmediato. Yo era una niña que se tragaba el llanto. Y aunque he intentado manejar estas emociones aún hoy en día me cuesta trabajo simplemente llorar.

Ayer fue el último día de recitales que organizó el Instituto Goethe conmemorando los 250+1 años de Beethoven de su nacimiento. Guadalupe Parrondo cerró el ciclo tocando Claro de Luna, Pathétique y Appassionata. No pude dejar de sentir que los primeros años de mi infancia cuando aprendí a tocar el piano me quedaba impactada al escuchar cómo mi maestra Mago tocaba el tercer movimiento de Claro de Luna. Me impactaba que sus dos manos pudieran generar tantos diálogos, porque sentía que en ese movimiento existe un ir y un venir, un decir y un responder. Y entonces sucedió eso, ahí sentada, pude sentir cómo se llenaban mis ojos de lágrimas, y tuve que ceder, tuve que sentir que el pasado se estaba comunicando conmigo desde ese piano de cola y la Parrondo con toda su energía me recordó a miss Mago. La imagen que proyectaban atrás de ella era la que hace mes y medio estuve dibujando en mi iPad, pensando en la coincidencia tan grande que era estar creando una imagen para ese recital, para Beethoven, el primer músico que interpreté y ahora elaborando un brochure por su aniversario.

La música es una arquitectura de nuestros recuerdos, se accede de golpe a ese momento, no hay una tesitura, ni una atmósfera diferente, quizá por eso mismo es tan potente. Puede ser que el futuro siempre esté encriptado en mi presente, dictando quién soy y hacia donde voy.

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