48/52 vacacionar

Idalia Sautto
3 min readDec 18, 2020

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Llevo tres días sin trabajar porque tengo vacaciones. Es un miércoles singular. Por la mañana me arreglé las uñas de las manos y por la tarde fui al súper. Regresé y estuve un buen rato viendo la oferta de Disney+. El lunes comencé con Mulán, la chica que se viste de hombre para poder ir a la guerra. Después Aladdin, después Forky asks a question, y con dos películas se hace noche y luego madrugada. Alex dice no poder ver nada más. Le arden los ojos. A mí también, un poco. Apagamos todo. Me quedo viendo el techo. Son las dos y media de la mañana. Estoy demasiado despierta para dormir.

Hace muchos meses que no estaba despierta solo porque sí, sin tener algo importante que hacer, sin caer rendida de cansancio. He trabajado como ningún otro año. Siento que nunca he trabajado tanto en mi vida como este año. Pero el año pasado también sentí eso, sentí que trabajaba demasiado, y ahora creo tener la certeza de que este año supera cualquier otro. Trabajar hasta el agotamiento, que no quede ningún día en donde pueda quedarme despierta sin pensar nada. O como ahora. Dormir sin presión, al fin, mañana es otro día que tendré de vacaciones también. Mañana no tengo nada importante que realizar y eso me genera alivio. El alivio me impide dormir.

Estar despierta intentando dormir me recordó las veces que de niña no podía conciliar el sueño. Y después de un largo rato decidía salir de la cama, caminar de mi recámara a la sala. Forzarme a vencer el miedo de la oscuridad, ver que nunca se estaba a oscuras, que entraba luz de la calle e iluminaba en la penumbra a los muebles. Recuerdo intentar penetrar la noche con mi mirada.

La sala era verde olivo. Los dos sillones estaban tapizados de terciopelo verde, en los brazos tenían un pretil de madera. Eran muy viejos y cómodos. El piso era de pasta verde con blanco, con ciertos ornamentos de naturaleza. Y la ventana daba a la calle. Era una planta baja. En el costado derecho había un farol que iluminaba de amarillo toda la noche, y las cortinas se quedaban semiabiertas y eso permitía que esa luz bañara por completo la sala, mi piano, los sillones y la mesita de en medio. La puerta de la entrada daba a un zahuán y del zahuán había una puerta metálica a la calle. Por la noche todo estaba inmóvil. Tan quieto que parecía eterno. Parecía que esa sala, que esa luz y que ese lugar estaría siempre ahí. A veces me acurrucaba en el sillón grande, esperando el cansancio, esperando sentir ganas de dormir.

La sala era fría y húmeda. Supongo que regresaba a mi cama para cubrirme del frío. Nada pasaba en esas noches. Nada distinto a las noches que despertaba en Caballo Calco y de igual manera deambulaba por la sala y veía la luz entrar por los balcones. Nada distinto de Allende y la luz de la torre Latino entrando al estudio. Nada distinto de ahora. En la noche el tiempo parece no caminar. Es imposible hacer una mudanza o un cambio brusco. Todo está descansando. La noche en la historia de las noches siempre es la misma. Todos dormimos más o menos igual. No importa de donde vengamos o a dónde vayamos.

Después de meditar un rato, decido salir de mi cuarto. Los gatos también tienen su rutina nocturna. Se acurrucan en el sofá de la sala y se percatan que estoy despierta pero no me hacen caso. Voy al estudio y me asomo por el balcón. En la esquina veo dos prostitutas que toman café de unos vasos blancos de unisel, siempre los acomodan arriba de la caseta telefónica. También ellas están en silencio. De pronto una ríe y su risa atraviesa la calle entera. Conversan entre ellas, ríen fuerte. Después otra vez nada. Todo en silencio.

Regreso a mi cama a intentar dormir. A obligarme a dormir.

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