5/52 Platiquita

Idalia Sautto
3 min readFeb 2, 2021

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El 31 de enero cumplía años Maritza. Colocarme frente a mi mail y mandarle alguna felicitación se convirtió en un ritual. A ella le gustaba más hablar por teléfono. Podía quedarse hablando horas. De cualquier cosa, divagar, criticar, contarme de personas que ni conocía; hablar era el único motor de su existencia. Idalia, no olvides que somos amigas, me dijo la última vez que hablamos por teléfono. Yo le dije que sí, le repetí la misma frase, somos amigas.

El otro día ordenando mis archivos vi los audios que una vez le tomé. Los vi enlistados. Supe que con un solo clic me sería devuelta su voz. Un escalofrío me recorrió. La vida real se parece mucho a las disposiciones de archivo de algunas instituciones. Aquellas que dictan que no debe abrirse un archivo hasta que los involucrados en él hayan muerto. O el archivo personal que debe quedar custodiado hasta que pasen 20 años de su muerte. Preferí no abrirlos. Recuerdo la serie de entrevistas que tuvimos, ahí me contaba sobre su infancia en un pueblo llamado El oro. Una infancia en donde había muchos árboles y campo abierto. A ella le gustaba trepar árboles. Qué tipo de fuerza o coraje se debía tener para poder trepar un árbol. Me contó sobre su primera mascota, sobre las siguientes que tuvo y el amor a sus perros. En sus “platiquitas” como ella solía llamarle, me iba soltando historias de sus amores del pasado, supongo que así se endurecía el corazón de las mujeres que fueron como ella. O como esa generación que ahora está muerta o está muriendo.

Ayer mientras veía una serie de Netflix en donde Fran Lebowitz dice tajantemente que ella nunca fue activista gay, ni activista feminista ni tampoco pensó que el mundo cambiaría: “nunca he esperado que las cosas cambien. Me asombra que el metoo haya modificado la vida de las mujeres como era desde Eva hasta hace apenas unos meses”. Escucharla fue un poco escuchar a Maritza. Quedarse muda frente al mundo, no esperar nada más a cambio, pensar que la normalidad es una y no hay otra.

En su sala había un cuadro que me gustaba contemplar cuando estaba de visita. Era un bosque y en el centro había un incendio. Sobre la mesa de su comedor, que hacía muchos años había dejado de usar, tenía varios objetos de cerámica, papeles envueltos en plásticos, cajas y hasta veladoras. Ella misma tenía un orden establecido de las cosas que ahí tenía acumuladas. Me cuesta trabajo imaginar que en esa mesa podía prender una vela y rezar.

Cada visita era como un final. Pero nunca era el verdadero final. Ella se iba disminuyendo pero seguía alzando la voz. Recuerdo el mosquitero roto de la puerta que daba a un patio interior. Por donde de vez en cuando me decía que salía a ver la luna llena. Siempre nos sentábamos en la cocina. Una cocina que ocultaba sus viejas glorias; los azulejos anaranjados y su comedor redondo hacían juego. Nadie arregló ese mosquitero. Y siempre se metían los moscos. Maritza tenía una raqueta eléctrica para matarlos. Estando ahí pensé en que se moriría sin ver arreglada su casa. Sin volver a verla como solía tenerla cuando estaba bien de salud. En ese lugar que era el centro de su vida, también era como el cuadro, había un permanente incendio.

A veces siento que las historias de Maritza se repiten una y otra vez en mi mente. Es muy raro y triste saber que no existe más. Al final perdí una amiga y muchas veces siento que no estuve a la altura que debía estar, como si tuviera una falta con ella. Una mujer que estuvo dispuesta a platicarme su vida solo porque sí, solo por cariño. Una amiga que recordaba siempre el día de mi cumpleaños:

Te añado una cosa, tu cumpleaños tiene este año como gracia que el 21 es Luna Llena, completito, y tú qué sabes, a lo mejor puede haber un sortilegio, aquí en León desde hace TRES días la empecé a ver cómo cada vez se hace más grande y brillante y pensé en ti, sabes que puedes ser igual. Otra vez, muchas felicidades.

Otro texto sobre Maritza.

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