52/23 Give me the words

Idalia Sautto
4 min readJun 12, 2022

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Hace unos cinco años aún estaba abierto el cine de Bucareli, era un cinepolis y casi todas las películas estaban dobladas al español. No había mucha gente en sus funciones. Costaba más barato que otros cines como el de Reforma o el de Forum Buenavista. Fuimos quizá un par de veces. Quedaba cerca del Peñasco. Creo que esa parte de Bucarelí aun es colonia Juárez. A veces caminamos por ahí, cruzamos el retén que los granaderos dejaron de por vida en el camino. Vivían personas en la calle que cerraban la avenida por meses. Un día se terminó la eterna manifestación. Pero el retén se quedó, con dos puertas a los lados que podían abrirse o cerrarse y dejar la calle con un muro construido por la misma policía. Ahora, en esa parte del cine hay indigentes, la mayoría con sus estopas y su tíner. Una vez vi un indígente robarle a otro indígente una botella de plástico que contenía algún solvente. El indígente robado no podía sostenerse en pie pero gritó que lo robaban, nadie le hizo caso, el otro se salió con la suya y huyó.

En los textos de la Nueva España se le llamaban léperos y estaban distinguidos de los vagos. La indigencia me ha llamado la atención por su permanencia, porque son individuos que perduran por mucho tiempo con todo tipo de males. La estadística dice que los indígentes llegan a vivir hasta 70 años. El indígente no es un suicida, la mayoría tienen problemas mentales, pero hay algunos que no, que simplemente dicen no. Me imagino el verdadero no rotundo. El no de Nietzsche. No de cara al capitalismo, a la vida que pensamos “debería ser” esto está bien o mal. Son quizá los verdaderos anarquistas. Personas solitarias que pueden vivir sin bañarse, sin ir al dentista, sin pensar en lo que la vida debería de ser. Su sola presencia nos recuerda que nuestra existencia está determinada por una serie de valores en las que ellos se pueden cagar enfrente de nosotros, a mitad de una calle, y ni los polis los quieren llevar a los separos por miedo a que les dejen el carro maloliente.

En el sueño yo estoy en esa calle. Voy corriendo detrás de Alex, a quien nunca logro verlo de frente. Se aparece una señora indigente. Es de día pero ella surge entre la penumbra, su rostro está completamente sucio, como si se hubiera colocado una masa de lodo en la cara y solo alcanzo a ver sus ojos plateados y grandes, su pelo está crespo, gris y sus manos están negras. El tiner emana de ella. Alex corre a unos diez metros de ahí, no sé si está espantado o qué le pasa, se aleja de ella, pero ella corre detrás y yo también corro como queriendo detenerla pero es ella quien me detiene a mí. De golpe me sostiene con una fuerza superior. Entonces me mete en las bolsas de mi chamarra unas estopas y en ese acto comienza a gritar. ¡Me roban, me roban! En un instante varios policías nos rodean. Me acusan de robo y a mí me parece absurdo, ¿cómo es posible? Claro que no la robé. Pero los gritos de la señora continúan.

Al día siguiente soñé que entraba a un cajero y me asaltaban dentro. Les daba mi bolsa, mi tarjeta, mi celular. Los dos chicos que me quitaban todo se iban de inmediato. Desperté en ese instante. Era un sueño más fugaz que el de Bucareli. Pero el robo se repitió. En el primero se me acusaba de robo, en el segundo era robada. ¿Qué me está robando la energía? Despierto sintiéndome angustiada y cansada, como si de verdad me hubieran robado mi tranquilidad.

Si los sueños fueran más comercializables o tuvieran un valor determinado por el mercado podríamos hacer algo más que solo contarlos e interpretarlos… podríamos especular con ellos en el mercado, intercambiarlos, conservarlos o venderlos. Me acuerdo que la novela Pieza única trata de eso, uno de los protagonistas se dedica al tráfico de sueños. La pregunta es si de verdad yo sería un sujeto que entraría en el juego de ese negocio, la de comprar sueños placenteros y la de vender mis pesadillas a personas que quieren vivir cosas más intensas y horribles. Supongo que habrá personas que sí quieren experimentar una pesadilla ajena. Como sucede con las películas de terror, hace años que no veo una porque me asusto y luego no puedo dormir.

Regresando a Bucareli, Selma me preguntó: ¿quién es esa mujer indigente? Y pienso que soy yo misma. Yo soy esa anarquista que dice que no. Me siento culpable de decir NO. Me siento mal de ser una persona tóxica que puede hacerle daño al otro. Y no sé qué hacer con eso, quizá correr detrás de la persona que quiero, Alex. En realidad eso también es lo que me causa tanto temor, perderle de vista, que de verdad se vaya de mi vida.

Fuera ya del sueño, mi solución inconciente fue pedirle a Alex que cantara. Fue inconciente porque hasta el día siguiente caí en cuenta que fue una estrategia para hacer hablar a alguien que se niega a platicar. Alex nunca quiere cantar porque piensa o siente que canta mal. Pero solo hay que buscar la melodía y el tono. Cualquiera que tenga voz puede hacerlo. Quizá en respuesta a mi pesadilla, quisiera escuchar lo que tiene que decirme. Buscar verlo de frente, ver su rostro, que nunca veo en el sueño y sobre todo eso: escucharlo. Y del repertorio de canciones que eligió, me resonó sobre todo una canción que habla sobre no tener las palabras exactas para poder decir cómo se siente:

In a manner of speaking. I don’t understand. How love in silence becomes reprimand. But the way that I feel about you is beyond words. Give me the words that tell me nothing. Oh, give me the words. Give me the words that tell me everything.

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