52/5 Sonntag
Sonntag en alemán significa domingo. Ese también es el nombre del libro que contiene las recetas de diferentes artistas para hornear un pastel. Conocí a April Gertler en la Index Art Book Fair del fin de semana pasado. Siento que desde el primer día que visité su stand y escuché hablar sobre su proyecto hubo una energía de simpatía. Ella vive en Berlín desde el 2001. El proyecto que presentó está acompañado de un performance, en donde visitan diferentes estudios o lugares y cocinan una receta del libro, mientras se prepara el pastel o pay en cuestión se cuenta la historia que hay detrás de esa receta. April además tuvo una beca de publicaciones para investigar sobre las diferentes recetas del pay de manzana que hacen en Amsterdam. Su madre era holandesa y cuando murió descubrió entre sus cosas una receta de un pay de manzana, escrita en puño y letra de su madre, sin embargo nunca hizo un pay de manzana para ella o su hermana. April decidió entonces hacer la receta e indagar más sobre el origen de la misma.
El miércoles pasado, con motivo de una charla en SOMA, decidió que haría el pay de manzana. Cuando platiqué con ella en la Index me dijo que no tenía horno en su Airbnb y yo le ofrecí que cocinara en mi casa, “tengo todo para hacer un pastel”, mentí un poco porque en realidad no tengo ni refractario ni rodillo para masa, todo me lo terminó prestando mi vecino Walter.
La idea de Sonntag nació por el gusto de compartir y de vivir experiencias en familia, en muchas de estas actividades hay niños, los performances son acompañados de café o de té o agua simple, son eventos sin alcohol. El miércoles pasado tuve mi propia experiencia Sonntag. Compartimos nuestras vidas del presente. Sentía que de alguna manera April podía verse reflejada en mí y sus palabras también me resonaban. Estuve abierta a escuchar otras ideas sobre la maternidad que me reconfortaron.
Recordé también que muchos domingos de mi vida estuvieron marcados por la voz de Maritza, el 31 de enero cumplía años. Maritza visitó Tokyo en 1978. Tenía 37 años, 15 años de casada y 2 hijos. Ir a Japón en aquella época era realmente como estar en el planeta rojo o en el fondo del mar como pasa en BoJack Horseman; con una escafandra que te permite ver el mundo pero no escucharlo ni interactuar con él.
Se habían puesto de moda los pantalones capri, y yo usaba el mismo modelo en cinco colores diferentes. Japón era la revelación de que existía un mundo diferente al que yo vivía, pero sabía que pronto regresaría a León y todo siguiría más o menos igual.
Cuando fui a Japón en 2012 tenía la consigna de vivir también una experiencia para ella, de traerle postales y lápices, la esperanza de que mi experiencia pudiera transmitirse a ella. En ese entonces, Maritza ya sabía que estaba viviendo horas extra, sin saberlo, su cuerpo se había convertido en una resistencia, por más que necesitara oxígeno había aprendido a sobrevivir, no entiendo bien cómo.
El miércoles mientras estaba en la cocina viendo cómo April picaba las manzanas, y usaba los platitos para batir el huevo pensé en la trascendencia de la vajilla que pertenecía primero a la abuela de Maritza, luego a su madre y posteriormente a Mari y ahora a mí. Cuando tomo el desayuno veo las grecas del plato de vidrio amarillo. Es una vajilla completa que tiene un set de platos hondos y pequeños que son para el postre, “dulceros” le llamaba Mari. Algunas veces ahí pongo galletas, en año nuevo colocamos las uvas, una vez estuvieron sobre mi escritorio con clips y cosas de papelería. ¿Cuánto puede durar una vajilla? Solo una vez se me rompió un plato y lo pegué y volvió a estar en uso.
Cuando conocí a Maritza tenía los párpados completamente caídos sobre sus pestañas, daba la impresión de que era oriental, tenía estos ojos sin profundidad y rasgados. Un año antes de morir, Maritza me confió la clave de su correo electrónico. Cuando me enteré que murió entré a su correo y le avisé a su amiga Joan que Maritza había muerto. Recuerdo que la última plática que tuvimos giraba sobre las decisiones que estaba tomando su hermano, sobre lo molesta que estaba con él y cómo se sentía atrapada porque dependía económicamente de personas que no respetaba en lo absoluto: sus hijos y su hermano. Rechazaba el modelo de vida que tenían, pero tampoco podía ser crítica, desde antes de morir su voz ya estaba muerta para su familia cercana.
Cada domingo de aquella época Maritza esperaba paciente a que se le llamara por teléfono, puntualmente de 9 a 10 am. Nunca me confió alguna receta para hacer un pastel, pero me dio suficientes platos para invitar a mis amigos a cenar en casa.